Poeta Efraín Valenzuela,
irrompible. El poeta, desde Grecia, además de vaticinador, debía ser valiente,
irreverente claro. Blasón acerado de la verdad, así fuera la suya propia. Ha
pasado arena desde entonces, pensar conocer al poeta animoso, libre del miedo,
hombre o mujer indiscutible y auténtico no es una pesquisa rápida. Efraín
Valenzuela fue todo eso. A diferencia de Píndaro nunca tiró el escudo y la
lanza a minutos de la ineluctable batalla; todas las refriegas y guerras eran
para Efraín cosa del honor. El honor, valor y sentimiento hoy en desuso, fue
para Efraín el número de su cédula y su clave personal. Honor, es la cualidad representativa
de Efraín. Su verdad, propia, caprichosa, violenta a veces –la más de las
veces– era una muralla de imperios. Más honorable, más poeta, más justo
todavía, cuando veía honorabilidad en otra verdad: la reconocía y callaba su
verbo de guerra para aceptarla con gusto por ver virtud en la otra persona. Fue
mi experiencia, disentí en el gran tema de Venezuela, y respetó mi versión de
la vida porque entre la dignidad de otras verdades navegábamos.
El último poeta. Unas hojas
impresas de borradores de poemas suyos en modo de prueba en un maletín en el
bar La Catedral, debajo de la esquina Gradillas, al final de la barra, al
frente una botella de vino tinto, Efraín seguía trabajando sus textos. El
algoritmo perfecto se buscaba tachando o agregando piezas del idioma. En la
fiesta cotidiana, que para mi era el momento de la gran fiesta, acaso para Efraín
era otra tarde más; recitaba –no los suyos– de memoria versos memoriales de
otros vates. La anécdota de otros años mejores para la llamada ‘bohemia’
también. La crítica a los sin-sustancia y sin-honor era otro apartado
importante de la fiesta. El falso poeta era centro de diana en la barra de La
Catedral. La hollywoodiense política venezolana también, otro artefacto
añadido. Bajábamos de la cruz del martirio de César Vallejo y Roque Dalton a
uno y a otro poeta, elevábamos a otros, él decidía dentro de su estricto
código. No discrepé jamás, el electrificado magnetismo de su brújula era
preciso. Exegético, jacobino, agradecido con los amigos para enriquecer su
código, pero no contradictorio como suele ser el agradecimiento.
Me acompañó en los momentos
extremos de la carretera: una vez presentamos un libro mío que el protocolo
marcaba un bautizo con los hermosos pétalos de las flores; me advirtió Efraín
que debía hacerse con vino, que estaba salvando mi destino con esta irrupción,
y así se hizo. Me acompañó a cantarle poemas a un paria de la política que
murió en la tragedia que mueren los poetas, y así lo hizo, como si fuera su
propio duelo, porque percibió que la soledad política, la ausencia del boato
era la última elegía. La soledad en los momentos de la épica cotidiana es otra
cara del vivir con honor. Un 31 de diciembre (la navidad y las celebraciones
siguientes era la gran fiesta de Efraín) ante la soledad heroica, nos fuimos a
la casa de otros solitarios míos e, inesperadamente, como si García Márquez
escribiera el guión, llegaron cinco o nueve primas terceras, y Efraín dijo “llegó
un tropel de piernas”, metáfora exacta para sentir que salvábamos la fecha con
la gritería de las mujeres que vienen a rescatar al hombre de todas sus
derrotas y necedades.
Pero no es un anecdotario
de andanzas, porque no termino este arrebatado responso. Es explicar lo que
todos en su círculo saben: un poeta vive y muere como tal, y hoy Efraín
Valenzuela lo logró, inesperadamente, súbitamente, para el malestar profundo de
todos los que leímos, escuchamos y vivimos su poesía y su amistad, un binomio
inmanente en estas circunstancias.
Su poesía. Su libro homónimo de su poema más famoso, Letras de asfalto, es un gran poemario, no sé si el primero en estilo –sé que no el último por ser yo mismo subsidiario de esa forma– sobre lo cotidiano y estético de las formas extremas y periféricas de la urbe. El poema, “Letras de asfalto” es ese sagrado momento que todos entendemos, vivimos y –ni siquiera– sabíamos que se podía cantar:
los pipotes de basura son sonoros
y algo de pestilencia erótica me anima
Cada familia tiene su loco
y las viejas utilizan un poco de cloro
o de lejía
para espantar nostalgias de otros
tiempos
En mi Barrio
las muchachas son asiduas visitantes
de la maternidad
y nunca se les conoce marido (…)”
Ecos breves, libro de axiomas y
renaceres de los cotidiano y eternal, donde el eco no es solo el efecto entre
grandes montañas sino lo que responde esa pregunta al grito que no es repetición
sino, precisamente, eco: respuesta con preguntas; trasportó al creador poeta a
los escenarios metafísicos de la filosofía con los atajos del poema, los que
solo el poema permite. Ambos libros fueron leídos y comentados por Lubio
Cardozo y quien escribe en otras jornadas de despedida y muerte.
Efraín Valenzuela enseñó a
sus contertulios sobre el honor y sobre el honor de ser poeta. Sus verdades
políticas eran pasionales y leales, nos separamos en cuanto a las resultas de
esas verdades, pero no sobre su esencia. Tal vez ahí el ánimo de eternidad de
este afecto que hoy se pone a prueba con este duelo. El poeta Efraín Valenzuela
fue un gran poeta, uno de verdad, y claro, fue un arrecho, con los perfiles
sonoros y estridentes de ese vocablo en Venezuela. Él no “amaba” Venezuela –se
timbraría de lo cursi, como vendrán otros responsos más de mármol blanco–, pero
amaba las circunstancias, transitorias, coyunturales de lo que debía ser justo,
seguramente, en otra conversación que no pudo darse, me diría no llegaron jamás
al territorio donde escribió grandes poemas, donde vivió y murió como poeta
entero.
Que descanse en paz. Otro
alero esencial de Efraín fue su inquebrantable fe católica. Diácono, faltó solo
un paso para asumir la sotana. Hizo todo el tránsito para ser sacerdote pero
las esquinas sagradas de vivir lo volvieron al bosque del hombre. Eso no lo
alejó de esa forma de vivir, consagró el vino como exactitud milenaria,
milenarista casi. Cada vez que pudo empinó la sagrada bebida como lo piden los
dioses, su Dios, particularmente. Bendecía sin herejía al final de la fiesta
como quien despide la misa en el presbiterio. Sabía cada parte de la Liturgia y
era un añadido de su poesía o, la poesía era el faltante de su fe, no sabremos.
La sinceridad de su búsqueda no estaba frustrada por un cambio de planes, esa
búsqueda espiritual le otorgó sentido a sus planes de vivir en la poesía. Fue
un sacerdote de Jesucristo y de Baco sin enfadar a nadie, ni a deidad alguna,
griegos y judíos felices con Efraín. La cosa es ser honesto en el ritual, y eso
permitió que se confundiera, sin contradicción, religión con arte ¿o el arte
del orar es de poetas?
Efraín
siempre descansó en paz. No hablo de los demonios que nos quitan el aliento,
hablo de que al final esos demonios fueron aplacados por el poeta y el
sortilegio de su verdad. Los demonios no eran su motivo de creación –apenas
algunos demonios terrestres, mundanos, los falsos– los motivos de su creación
eran la “alegranza”, entre sus favoritas palabras; y para exorcismo expulsaba
de su corazón a los falsos, sentencia tribunalicia preferida del poeta: “Está
expulsado de mi corazón”, así extraditaba a todos aquellos nefastos de la
república de su ser.
Buen viento poeta Efraín
Valenzuela, admirador de la belleza y de la justicia en sus laberínticas
formas.
Alejandro Cardozo Uzcátegui,
en el
virreino más cercano, el 28 de agosto de 2022.